Mi columna del Domingo publicada el 1 de septiembre en EL TIEMPO
El paro agrario es la radiografía del desamparo.
Soy nieta de campesinos. Tal y como la gran mayoría de los colombianos, tengo raíces de antepasados trabajadores del campo. Decirle a alguien que es un campesino debe ser un honor y motivo de orgullo, porque son ellos los que siembran, cultivan y cosechan la tierra, los que crían y ordeñan el ganando, son ellos los que proveen a la humanidad de lo más sagrado: los alimentos. Lo patético del asunto es que, hoy en día, es una especie de insulto o menosprecio, como si se mirara por encima del hombro.
Es inconcebible pensar que una nación, que tiene una inmensa área de tierras cultivables, un clima que favorece la diversidad y una mano de obra incansable, desprecie de tal manera a quien debería ser el protagonista del futuro. Le estamos dando patadas a la lonchera, tratando a los campesinos como los parias de la sociedad.
Mientras que el mundo crece a velocidades alarmantes, el agro colombiano se estancó y no se está preparando para el progreso y el desarrollo de los siglos venideros. Nuestras ciudades están cada vez más industrializadas y boyantes, pero sus habitantes se están suicidando, olvidando al mayor y más importante proveedor de vida y salud, el campesino.
La FAO habla de la inminente crisis mundial de alimentos. El país debería estar preparándose para aliviar el hambre que viene, creciendo en la variedad y oferta de cultivos, educando, profesionalizando y capacitando a los trabajadores del campo, dándoles salud e ingresos justos por su trabajo, y estimulando el emprendimiento empresarial. Pero en cambio, desde tiempos atrás, el Estado ha decidido ignorarlos y pobretearlos, poniendo además en riesgo la seguridad alimentaria de los colombianos. Los grandes beneficiados han sido los importadores de alimentos y no el producto nacional, mucho menos los campesinos, que, con razón, arden de furia.
Colombia sabe a cuchuco de trigo con espinazo, arepa, tamal, sancocho, ajiaco con pollo, cocido boyacense, arroz atollado, cuajada con melao y bandeja paisa, platillos que tienen su origen en el campo y que son parte importante de la tradición culinaria de nuestros indígenas y ancestros campesinos. Curiosamente todos, sin distingo social o económico, se pasean por nuestras mesas.
Si olvidamos los orígenes de nuestros alimentos, descuidando a los campesinos, estamos condenados a ser un país sin tradiciones, sin identidad y sin futuro. El paro agrario es la radiografía del desamparo.
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