Por Lewis Carroll, ( 27 de enero de 1832, Daresbury, Cheshire, – 14 de enero de 1898, Guildford, Surrey) fue un matemático, fotógrafo,y escritor británico, conocido especialmente por su obra Alicia en el País de las Maravillas.
La Morsa y El Carpintero
Brillaba el sol sobre la mar!
Con el fulgor implacable de sus rayos
se esforzaba, denodado, por aplanar
y alisar las henchidas ondas;
y sin embargo, aquello era bien extraño
pues era ya más de media noche.
La luna rielaba con desgana
pues pensaba que el sol
no tenía por qué estar ahí
después de acabar el dia…
¡Qué grosero! –decia con un mohín,
–¡venir ahora a fastidiarlo todo!
La mar no podía estar más mojada
ni más secas las arenas de la playa;
no se veía ni una nube en el firmamento
porque, de hecho, no habict ninguna;
tampoco surcaba el cielo un solo pájaro
pues, en efecto, no quedaba ninguno.
La morsa y el carpintero
se paseaban cogidos de la mano:
lloraban, inconsolables, de la pena
de ver tanta y tanta arena.
¡Si sólo la aclararan un poco,
qué maravillosa sería la playa!
–Si siete fregonas con siete escobas
la barrieran durante medio año,
¿te parece –indagó la morsa atenta–
que lo dejarían todo bien lustrado?
–Lo dudo– confesó el carpintero
y lloró una amarga lágrima.
¡Oh ostras! ¡Venid a pasear con nosotros!
requirió tan amable, la morsa.
–Un agradable paseo, una pausada charla
por esta playa salitrosa:
mas no vengáis más de cuatro
que más de la mano no podríamos.
Una venerable ostra le echó una mirada
pero no dijo ni una palabra.
Aquella ostra principal le guiñó un ojo
y sacudió su pesada cabeza…
Es gue quería decir que prefería
no dejar tan pronto su ostracismo.
Pero otras cuatro ostrillas infantes
se adelantaron ansiosas de regalarse:
limpios los jubones y las caras bien lavadas
los zapatos pulidos y brillantes;
y esto era bien extraño
pues ya sabéis que no tenían pies.
Cuatro ostras más las siguieron
y aún otras cuatro más;
por fin vinieron todas a una
más y már y más… brincando
por entre la espuma de la rompiente
se apresuraban a ganar la playa.
La morsa y el carpintero
caminaron una milla, más o menos,
y luego reposaron sobre una roca
de conveniente altura;
mientras, las otras las aguardaban
formando, expectantes, en fila.
–Ha llegado la hora –dijo la morsa–
de que hablemos de muchas cosas:
de barcos… lacres… y zapatos;
de reyes… y repollos…
y de por qué hierve el mar tan caliente
y de si vuelan procaces los cerdos.
–Pero ¡esperad un poco!– gritaron las ostras
y antes de charla tan sabrosa
dejadnos recobrar un poco el aliento
¡que estamos todas muy gorditas!
–¡No hay prisa!– concedió el carpintero
y mucho le agradecieron el respiro.
–Una hogaza de pan –dijo la morsa–,
es lo que principalmente necesitamos:
pimienta y vinagre, además,
tampoco nos vendrán del todo mal…
y ahora, ¡preparaos, ostras queridas!,
que vamos ya a alimentarnos.
–Pero, ¡no con nosotras!– gritaron las ostras
poniéndose un poco moradas;
–¡que después de tanta amabilidad
eso sería cosa bien ruin!
–La noche es bella –admiró la morsa–
¿no te impresiona el paisaje?
–¡Qué amables habéis sido en venir!
iY qué ricas que sois todas!
Poco decía el carpintero, salvo
–¡Córtame otra rebanada de pan!,
Y ojalá no estuvieses tan sordo
que, ¡ya lo he tenido gue decir dos veces!
–¡Qué pena me da –exclamó la morsa–
haberles jugado esta faena!
¡Las hemos traído tan lejos
y trotaron tanto las pobres!
Mas el carpintero no decía nada, salvo
–¡Demasiada manteca has untado!
–¡Lloro por vosotras!- gemía la morsa.
–¡Cuánta pena me dais!– seguía lamentando
y entre lágrimas y sollozos escogía
las de tamaño más apetecible;
restañaba con generoso pañuelo
esa riada de sentidos lagrimones.
–¡Oh, ostras!– dijo al fin el carpintero.
–¡Qué buen paseo os hemos dado!,
¿os parece ahora que volvamos a casita?–
Pero nadie le respondía…
y esto sí que no tenía nada de extraño,
pues se las habían zampado todas.